Epifanía del Señor
La tan entrañable fiesta del 6 de enero, los Reyes Magos, en la liturgia de la iglesia y en la historia de nuestra fe se llama la fiesta de la Epifanía, de la “manifestación” del Señor, porque esa primera experiencia con los Magos de Oriente es la primera expresión de la llegada del Salvador, del Mesías, del Señor, a nuestra tierra. Venida para todos los pueblos, para todos los tiempos, trayendo la plenitud y la salvación a la humanidad, llegada del Dios de toda plenitud a nuestro mundo para abrirnos las puertas de la salvación, como los Magos reconocen al llegar para adorarle.
Curiosa paradoja la de que un niño acostado en un pesebre, rodeado de animales, en la indigencia, por no tener sitio en lugar decente, reconocido por vagabundos pastores, imagen de debilidad y de ternura, sea reconocido por los pueblos de la tierra a quienes representan los Magos, como el que trae la plenitud a la condición humana, su salvación. Pobre pequeño débil y tierno niño, que es imagen y modelo de cómo el ser humano está llamado a ser, por ser imagen y semejanza de Dios, pues Dios mismo es el que yace acostado y dormido en ese pobre pesebre.
¿Y si ahí estuviera la verdadera condición humana? En lo pequeño, en lo débil, en lo tierno… ¿y si ese fuera el verdadero rostro de Dios? El del amor, el de la humanidad limpia y sencilla… La fiesta de hoy nos invita a aprender a mirar como los Magos, a caminar buscando a Dios, y al encontrarle, adorarlo y regalarle quién somos cada uno.
Y es que mientras en Oriente la Epifanía es la fiesta de la Encarnación, en Occidente se celebra con esta fiesta la revelación de Jesús al mundo entero, la Epifanía o Manifestación del Señor. La celebración gira en torno a la adoración del Niño Jesús por parte de los Reyes Magos venidos de Oriente, como símbolo del reconocimiento del mundo entero, de todas las culturas, de todos los tiempos, de que Cristo es el salvador de toda la humanidad, imagen pues que la salvación traída por Jesucristo es para todo hombre y mujer, para todo tiempo, para toda cultura.
De acuerdo a la tradición de la Iglesia del siglo I, se ve a estos magos como hombres poderosos y sabios, posiblemente reyes de naciones al oriente del Mediterráneo, hombres que por su cultura y espiritualidad cultivaban su conocimiento del hombre y de la naturaleza esforzándose especialmente por mantener un contacto con Dios. Del pasaje evangélico descubrimos que son magos, que vinieron de Oriente y que como regalo trajeron incienso, oro y mirra, como imagen de la realeza, la divinidad y la mortalidad de ese niño; de la tradición de los primeros siglos se nos dice que fueron tres reyes sabios: Melchor, Gaspar y Baltasar. Hasta el año de 474 AD sus restos estuvieron en Constantinopla, la capital cristiana más importante en Oriente; luego fueron trasladados a la catedral de Milán (Italia) y en 1164 fueron trasladados a la ciudad de Colonia (Alemania), donde permanecen hasta nuestros días.
Como toda dimensión tradicional hay que sostener una doble lectura de estos entrañables magos, la que la historia y la devoción nos ha legado como una lectura literal e histórica del pasaje del evangelio de hoy, y la que nos habla de lo que este pasaje representa de apertura a todas las culturas, de reconocimiento de todas las culturas de la salvación por la divinidad mostrada en la humanidad de ese niño, que es a la vez hombre, Rey y Dios, y que se entregará a la muerte por nuestra salvación como los presentes que le ofrecen simbolizan.
Es la alegría que proclama la primera lectura del Libro de Isaías, fruto de ese encuentro; es el reconocimiento de esa salvación el que coreamos con el salmo de hoy; es la comprensión que esa salvación es para todos los hombres, para todos los pueblos, para todos los tiempos, la que Pablo proclama en la carta a los Efesios.
Y es la enseñanza de los magos para nosotros en esta fiesta, la de aprender a buscar a Dios, persiguiendo sueños y estrellas, mensajes y palabras que hablan de promesas de vida y de plenitud. Es como los magos aprenden a mirar de otro modo y con otros ojos, a volvernos sabios para ver con el corazón y no con el prejuicio, para descubrir a Dios en lo pequeño, en lo cotidiano, en la ternura…, quizás donde otros no lo ven, en la debilidad, en la pobreza, en la exclusión…, quizás donde otros no lo esperan, alejado, marginado, expulsado… Es igualmente aprender a regalarle presentes que le hablen de Él y de nosotros mismos, quizás regalarle nuestra propia vida, nuestros propios dones, nuestro propio yo.