10 de enero 2021

“ Tú eres mi Hijo amado ”

Con esta fiesta concluimos el tiempo de Navidad. El bautismo del Señor, o «teofanía del Jordán», es un misterio importante de nuestra fe, pues funda el sacramento del bautismo cristiano. Esta fiesta es una bella oportunidad para reflexionar sobre el significado de nuestro propio bautismo y renovar los compromisos que en él hemos adquirido, así como dar gracias a Dios por el gran regalo de hacernos hijos suyos. Esta oportunidad se renueva cada vez que meditamos este misterio en el rezo del rosario.

En el cuarto evangelio encontramos esas palabras de Jesús que, dirigiéndose al Padre en oración, le dice: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo». En el fondo, todas las páginas del evangelio que leemos cada día en la Eucaristía tratan de ayudarnos a profundizar en este conocimiento que nos da vida eterna, es decir, que nos salva o nos proporciona eso que buscamos desde el anhelo más hondo de nuestro corazón.

El bautismo de Jesús por Juan a orillas del Jordán no sólo representa el comienzo de su aparición en público, sino que constituye, además, una verdadera revelación de su misterio. La tradición ha conservado tres relatos de este episodio (Mc 1, 9-11; Mt 3, 13-17; Lc 3, 21-22) junto con una alusión directa (Jn 1, 32-34) y otra indirecta (Hch 10, 38a.). Los estudiosos de la Escritura sitúan este episodio en torno al año 28 d. C., cuando Jesús -como señala Lucas en su evangelio- tenía alrededor de treinta años. En los relatos evangélicos podemos distinguir el hecho del bautismo y la teofanía que le acompaña.

A primera vista nos resulta desconcertante el hecho de que Jesús, a quien los evangelistas presentan desde un principio como el Hijo de Dios, y a quien el mismo Bautista había anunciado como «el más fuerte» que él, ante quien no se siente ni siquiera digno de agacharse para desatar la correa de sus sandalias, y quien bautizará no sólo con agua, sino también con Espíritu Santo y fuego, se ponga en la fila de quienes, reconociéndose verdaderamente pecadores, aceptaban el mensaje de Juan sobre la inminencia del Reino de Dios y la necesidad de convertirse para escapar a su ira. También a la comunidad cristiana primitiva le debió resultar incómodo este pasaje. Pero no pudo rechazarlo porque era ineludible, aunque le planteaba, y nos sigue planteando, muchas cuestiones: ¿Cómo es posible que el superior se deje bautizar por el inferior?; ¿cómo es posible que Jesús, «el Santo de Dios», se someta a un rito de purificación?; ¿qué significado tuvo ese gesto en su vida?

El bautismo de Juan iba precedido de la confesión de los pecados por parte de la persona que lo recibía. Una de las grandes diferencias de Jesús con respecto al resto de la gente que acudía a este bautismo es la ausencia de conciencia de culpabilidad. Ningún pasaje evangélico insinúa la menor sombra de culpabilidad en su caso. Incluso en el cuarto evangelio, en un contexto de controversia con los judíos, Jesús se declara inocente diciendo: «¿Quién de vosotros podrá probar que soy pecador?» (Jn 8, 46). ¿Cómo pudo entonces Jesús cumplir este rito igualándose a la gente que confesaba sus pecados como requisito para ser bautizada? Es probable que antes de bautizarse Jesús confesase los pecados, pero no los suyos -que no tenía- sino los de su pueblo. De esta manera podemos decir que cargó con nuestras iniquidades, llevando a su cumplimiento la profecía del Siervo de Yahvé, y haciéndose solidario con su pueblo pecador, e incluso con toda la humanidad pecadora.

El BAUTISMO CRISTIANO

Así como celebrando la Pascua judía en la Última Cena Jesús instituye la Pascua nueva, del mismo modo, dejándose bautizar por Juan en el Jordán, instituye el bautismo cristiano. Este nuevo bautismo es un bautismo de purificación y conversión, pero, además, un bautismo de Espíritu, que consiste en nacer a una vida nueva: la vida del Espíritu y la vida de los hijos de Dios. En el misterio de su propio bautismo Jesús estableció una relación muy estrecha entre la inmersión en el agua y el descenso del Espíritu, de tal modo que esta inmersión se convierte en el signo sacramental del don del Espíritu.

En el bautismo de Jesús el Espíritu no viene del agua, sino del cielo que se abre. En cambio, en el bautismo cristiano existe una relación muy estrecha entre el agua y el Espíritu. Eso no quiere decir que la fuerza de santificación del Espíritu esté contenida en el agua, sino que es la voluntad de Cristo quien ha establecido esta relación entre agua y Espíritu. Por su propio Bautismo Jesús ha hecho del viejo rito bautismal el sacramento de la venida del Espíritu. Desde entonces, cada vez que alguien es bautizado «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», el cielo se abre y el Espíritu desciende sobre ese nuevo hijo de Dios, y la voz del Padre se dirige a él diciéndole: «Tú eres mi hijo».

“ Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo ”

6 de enero

En la fiesta de la Epifanía, que es prolongación de la navidad, celebramos la revelación de Dios a todos los pueblos, su lección ante la tentación de quien se quiere apropiar de Él, de su salvación.

En muchos lugares la fiesta de la Epifanía se ha convertido en la fiesta de «los Reyes Magos». ¿Cuál es la diferencia? Celebramos «los Reyes Magos» cuando el centro de la fiesta se lo damos a los regalos que estos hombres llevan a Jesús, y por lo tanto los regalos que circulan en este día. Celebramos la «Epifanía del Señor» cuando situamos el centro en la manifestación de Dios a todos los pueblos, cuando recordamos que Jesús-Dios es luz para todos.

No creemos que haya que prescindir de «los Reyes Magos» (y los regalos) en los lugares donde la celebración popular sea esta, pero situemos el foco en el acontecimiento de la salvación universal: Dios se revela, se manifiesta, a todos los pueblos, representados en esos tres «magos». Estos hombres son capaces de reconocer la luz-estrella de este Dios tan sorprendente que es un niño todo-necesitado y dejarse guiar por ella.

En este día de la «Epifanía del Señor» la liturgia se centra en la revelación de Dios a los que no pertenecen al pueblo judío, a los que no son del pueblo de la Alianza. El profeta Isaías dice que «los pueblos caminarán a tu luz», san Pablo en la carta a los Efesios que «los gentiles son coherederos… de la Promesa»  y en el evangelio son unos Magos de Oriente los que llegaron y «adoraron al niño». Todo ello nos habla de la universalidad de la salvación: Jesús, el Mesías, ha venido para todos los pueblos.

Esta es la lección de Dios: Él no tiene exclusividad, no es propiedad de nadie. El pueblo judío creía que la salvación era sólo para él, y hoy tienen la misma tentación muchos cristianos, católicos o no. Dios viene a nuestro mundo para todos los pueblos y todas las personas. Somos nosotros quienes ponemos fronteras y diferencias, quienes distinguimos entre «los nuestros» y «los otros», entre los «de aquí» y los «extranjeros».

Hace tres meses vio la luz la última carta del Papa Francisco, «Fratelli tutti» sobre la fraternidad y la amistad social. No cita en ella los textos de la liturgia de hoy pero el punto de partida es lo que hoy celebramos: solo en la conciencia de ser todos hijos de un mismo Padre podremos fundar la hermandad que posibilite transformar nuestro mundo.

Hacernos conscientes de que Dios ha elegido a «todos», es lo que nos puede ayudar a plantearnos el modo de responderle con nuestra fe, con nuestro modo de vivir.

El evangelio nos ofrece estos personajes que, sin quererlo, se han convertido en protagonistas del día de hoy (el protagonista es el niño que nace). Los «magos» en la cultura oriental del tiempo de Jesús podrían tener equivalencia en nuestro lenguaje como «sabios». Pero, miremos en qué consiste su sabiduría.

  • En ser capaces de levantar la mirada hacia lo alto, más allá de lo inmediato que llena la vida (ocupaciones, pequeñas cosas de cada día, luces, regalos,…); y ser capaces de distinguir la luz de Dios entre todas las luces que brillan… para lo que hace falta tiempo, silencio, paciencia, confianza…
  • En poner en su vida una buena dosis de valentía como para ponerse en camino siguiendo esa luz-estrella, confiando en su guía, desprendiéndose de seguridades y costumbres que les atan, y abriéndose a las gentes y pueblos que el camino les ofrece.
  • En tener la humildad necesaria para preguntar y pedir ayuda cuando pierden el rastro de la estrella; y, cuando llegan, tener la capacidad de reconocer el origen de la luz, aunque contradiga sus expectativas.
  • En adorar, o sea, reconocer el misterio de amor recibido gratuitamente, aceptar la propia incapacidad para corresponder a un don de tal magnitud, y, aun así, ofrecer lo que tienen y son.

Estos hombres extraños son un buen modelo en el que mirarnos. Seguramente ninguno de nosotros somos magos pero sí poseemos un poco de esa «gracia de Dios que nos ha dado» y que nos ayuda a crecer en su sabiduría.

SANTA MARÍA MADRE DE DIOS

Santa María Madre de Dios

“ Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón ”

Comienza 2021, un nuevo tiempo “de gracia” para darnos cuenta una vez más de la presencia de Dios, que se empeña de continuo en santificar el tiempo de nuestra vida con su amor providente siempre actuando en favor nuestro.

Dejamos atrás un año muy duro, muy difícil, y encaramos uno nuevo, insospechado, pero que queremos llenar de esperanza. No caminamos solos, caminamos con Dios que es Emmanuel: “Dios con nosotros”. Es el misterio que llevamos celebrando ocho días como si fuera uno solo, con júbilo, alabanza y fiesta en el Señor. Hoy, en la Octava de la Navidad, la Liturgia nos muestra de nuevo este misterio de Amor para contemplarlo desde la “Madre” que lo ha hecho posible, modelo de acogida de este acontecimiento de Vida y Salvación, iniciativa del Dios que nunca abandona la obra de sus manos. Dios, nacido de Mujer… para rescatarnos… Piel con piel, carne de nuestra carne, para modelar de nuevo el barro amado salido de sus manos.

Desde Santa María, la Madre de Dios, contemplamos hoy el Misterio central del nacimiento del Verbo, “en la humildad de nuestra carne”, con el deseo de hacerlo nuestro como Ella: con una admiración y una acogida tal capaces de que, igualmente, “tome cuerpo” en nosotros. Son las notas del verdadero creyente: admiración y acogida. Son las notas de la fe que brilla singularmente en la que es Madre de Dios y madre nuestra por extensión. A la sombra de su maternidad, de su tierna intercesión y cuidado, vivamos este nuevo año. La belleza y la hermosura de esta maternidad divina de María nos presenta de nuevo el corazón del Evangelio: Dios es un misterio de amor y bondad infinita. No olvidamos que hoy es también la Jornada Mundial de la Paz. Navidad es “paz en la tierra a los hombres en quienes Dios se complace”. Sigamos siendo testigos y constructores de esa Paz.

El evangelio que proclamamos en esta Solemnidad es la continuación de aquel de la Misa de Nochebuena. Así se nos da a entender la unidad que existe entre estas dos fiestas: la Navidad y su Octava. Entonces, a los pastores se les anunció el nacimiento del Salvador: “Hoy en la ciudad de David os ha nacido el Salvador”, y ahora estos pastores van a comprobarlo. El ángel les había “evangelizado”, les había anunciado una Buena Noticia. Efectivamente, ellos comprueban en Belén la veracidad del anuncio celeste: “encontraron a María y a José y al Niño acostado en el pesebre”. Se admiran y cuentan. Comienza la fe. María, por su parte, “guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”. María, la Madre, está viviendo la Navidad. La Navidad acontece en el corazón de aquel que tiene ojos grandes para admirar y dejarse seducir a la vez por tan humilde y sublime misterio. María interioriza este Misterio inefable y lo tamiza a la luz de Dios que habla en el corazón, verdadero pesebre, donde el Emmanuel quiere encontrar sitio y recostarse, quedarse. En María, la Virgen contemplativa, está la clave para vivir la Navidad como misterio permanente en nuestra vida. Los pastores han “visto y oído”, son los sentidos de la fe, y por tanto no les queda otra cosa que “evangelizar”, “proclamar”, convirtiéndose ellos ahora en “ángeles”, enviados para comunicar un mensaje de salvación a todo el que se cruce con ellos.

El evangelio termina señalando el hecho trascendental que acontecía en las casas hebreas a los ocho días del nacimiento de un niño: su circuncisión, el signo de pertenencia al pueblo de Israel, y la imposición del nombre que determinaría la misión de la criatura durante toda su vida. Siguiendo las indicaciones dadas por el ángel, el Niño es llamado “Jesús”: “Dios salva, Salvador”. Esa será su misión, para eso “ha puesto su tienda entre nosotros”.