“ Tú eres mi Hijo amado ”
Con esta fiesta concluimos el tiempo de Navidad. El bautismo del Señor, o «teofanía del Jordán», es un misterio importante de nuestra fe, pues funda el sacramento del bautismo cristiano. Esta fiesta es una bella oportunidad para reflexionar sobre el significado de nuestro propio bautismo y renovar los compromisos que en él hemos adquirido, así como dar gracias a Dios por el gran regalo de hacernos hijos suyos. Esta oportunidad se renueva cada vez que meditamos este misterio en el rezo del rosario.
En el cuarto evangelio encontramos esas palabras de Jesús que, dirigiéndose al Padre en oración, le dice: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo». En el fondo, todas las páginas del evangelio que leemos cada día en la Eucaristía tratan de ayudarnos a profundizar en este conocimiento que nos da vida eterna, es decir, que nos salva o nos proporciona eso que buscamos desde el anhelo más hondo de nuestro corazón.
El bautismo de Jesús por Juan a orillas del Jordán no sólo representa el comienzo de su aparición en público, sino que constituye, además, una verdadera revelación de su misterio. La tradición ha conservado tres relatos de este episodio (Mc 1, 9-11; Mt 3, 13-17; Lc 3, 21-22) junto con una alusión directa (Jn 1, 32-34) y otra indirecta (Hch 10, 38a.). Los estudiosos de la Escritura sitúan este episodio en torno al año 28 d. C., cuando Jesús -como señala Lucas en su evangelio- tenía alrededor de treinta años. En los relatos evangélicos podemos distinguir el hecho del bautismo y la teofanía que le acompaña.
A primera vista nos resulta desconcertante el hecho de que Jesús, a quien los evangelistas presentan desde un principio como el Hijo de Dios, y a quien el mismo Bautista había anunciado como «el más fuerte» que él, ante quien no se siente ni siquiera digno de agacharse para desatar la correa de sus sandalias, y quien bautizará no sólo con agua, sino también con Espíritu Santo y fuego, se ponga en la fila de quienes, reconociéndose verdaderamente pecadores, aceptaban el mensaje de Juan sobre la inminencia del Reino de Dios y la necesidad de convertirse para escapar a su ira. También a la comunidad cristiana primitiva le debió resultar incómodo este pasaje. Pero no pudo rechazarlo porque era ineludible, aunque le planteaba, y nos sigue planteando, muchas cuestiones: ¿Cómo es posible que el superior se deje bautizar por el inferior?; ¿cómo es posible que Jesús, «el Santo de Dios», se someta a un rito de purificación?; ¿qué significado tuvo ese gesto en su vida?
El bautismo de Juan iba precedido de la confesión de los pecados por parte de la persona que lo recibía. Una de las grandes diferencias de Jesús con respecto al resto de la gente que acudía a este bautismo es la ausencia de conciencia de culpabilidad. Ningún pasaje evangélico insinúa la menor sombra de culpabilidad en su caso. Incluso en el cuarto evangelio, en un contexto de controversia con los judíos, Jesús se declara inocente diciendo: «¿Quién de vosotros podrá probar que soy pecador?» (Jn 8, 46). ¿Cómo pudo entonces Jesús cumplir este rito igualándose a la gente que confesaba sus pecados como requisito para ser bautizada? Es probable que antes de bautizarse Jesús confesase los pecados, pero no los suyos -que no tenía- sino los de su pueblo. De esta manera podemos decir que cargó con nuestras iniquidades, llevando a su cumplimiento la profecía del Siervo de Yahvé, y haciéndose solidario con su pueblo pecador, e incluso con toda la humanidad pecadora.
El BAUTISMO CRISTIANO
Así como celebrando la Pascua judía en la Última Cena Jesús instituye la Pascua nueva, del mismo modo, dejándose bautizar por Juan en el Jordán, instituye el bautismo cristiano. Este nuevo bautismo es un bautismo de purificación y conversión, pero, además, un bautismo de Espíritu, que consiste en nacer a una vida nueva: la vida del Espíritu y la vida de los hijos de Dios. En el misterio de su propio bautismo Jesús estableció una relación muy estrecha entre la inmersión en el agua y el descenso del Espíritu, de tal modo que esta inmersión se convierte en el signo sacramental del don del Espíritu.
En el bautismo de Jesús el Espíritu no viene del agua, sino del cielo que se abre. En cambio, en el bautismo cristiano existe una relación muy estrecha entre el agua y el Espíritu. Eso no quiere decir que la fuerza de santificación del Espíritu esté contenida en el agua, sino que es la voluntad de Cristo quien ha establecido esta relación entre agua y Espíritu. Por su propio Bautismo Jesús ha hecho del viejo rito bautismal el sacramento de la venida del Espíritu. Desde entonces, cada vez que alguien es bautizado «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», el cielo se abre y el Espíritu desciende sobre ese nuevo hijo de Dios, y la voz del Padre se dirige a él diciéndole: «Tú eres mi hijo».